Mi nombre es Oscar. Así se llamaba mi padre. Mi madre
me contaba que, durante el noviazgo, siempre hablaban de tener un Oscarcito. Curiosamente
nunca me llamaron por el diminutivo. A tal punto que, cuando en casa se decía
Oscar, no se sabía si me llamaban a mí o a mi padre.
La que sí usó el diminutivo fue
mi abuela. Mi abuela era una abuela de antes: calabresa, arrugadita,
chiquitita, siempre vestida de negro, con su largo cabello blanco hecho un
rodete. Uds. saben que los italianos del sur tienen por costumbre apocopar los
nombres: así, a quién se llama Asunta le dicen “Asú!” y si alguien se llama
Catarina le dicen “Catarí!”, acentuando y estirando mucho la última vocal.
Mi abuela había decidido que el
diminutivo de Oscar no era Oscarcito, sino Oscarito y, al uso de su tierra,
apocopó a medias la última sílaba: dejó la
T y la O
se perdió.
Recuerdo la tarde en que falleció
mi abuela. Ella murió como se hacía antes: en su casa, en su cama, rodeada de
sus hijas, sin agujas, sin catéteres, sin suero. Ella vivía en Palermo Viejo,
calle Honduras, a un par de cuadras de la casa de Evaristo Carriego. Una casa antigua,
tipo chorizo, patio de baldosas, muchas macetas y plantas.
Era el 19 de Enero, pleno verano, mucho calor.
Yo estaba en el patio cuando mi madre me dijo: - Vení, te está llamando. – Entré a la habitación. Mi abuela ya no conocía, con los ojos cerrados respiraba
con un ronquido afanoso, un estertor, pero en medio de ese sonido se oía
claramente mi nombre: - Oscarít..., Oscarít..., Oscarít...- Yo le tomé la mano
y así, con mi nombre en sus labios... se fue.
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Narrado en el “Taller de
narración oral: Contar con la voz – Nivel 1” del Centro Cultural R. Rojas a cargo de la Profesora Leonor
Arditti.
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